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  • Foto del escritorSebastián Valdés

HERENCIA

OPINIÓN

REVISTA EL CAMPO - EL MERCURIO

Por Sebastián Valdés Lutz

Publicado el 4 de diciembre de 2023

La consagración del empresario habitualmente conlleva sentimientos ambiguos al planear la sucesión de su legado. La profunda satisfacción interna que viene con cada obstáculo superado, cada muestra de resiliencia, y con la seguridad de haber abonado suficientes méritos al lado adecuado de la balanza, se mezcla con la ansiedad y el temor a que lo construido no sea suficiente para perpetuarse. La sucesión familiar se entiende como una forma de extenderle la vida al proyecto, como si los genes del emprendimiento se hubiesen fusionado con los del emprendedor, atando el destino de ambos inexorablemente.


Pero la empresa, el fruto maduro del trabajo, la ambición y el acierto del empresario, se separa de este desde su mera concepción. Con el primer empleado la empresa se transforma en una micro sociedad, donde la capacidad de los individuos de construir en equipo se transforma en el pilar de su sostenibilidad, siendo el empresario guardián y emancipador del propósito, pero no exclusivo artífice de los resultados. Aunque la empresa tenga trazas imborrables de su fundador, su destino está ligada a sus propias creencias, valores y virtudes, las que se transforman, a veces con ímpetu, a veces con calma, con cada nuevo miembro del equipo. La empresa no es el empresario.


Son múltiples las virtudes que explican el desenlace de un empresario exitoso, la mayoría ligadas con la perseverancia y convicción para no abandonar en la tormenta, y con la prudencia para leer bien el horizonte cuando las nubes disipan. Aprender de los golpes y no morir en el empeño, transformando en conocimiento cada conato con la vida. La experiencia es un oneroso, pero aún más valioso activo para el empresario.


Pero la experiencia no es un escudo indestructible. La experiencia es por definición el conocimiento que emana de haber vivido algo o de haber conocido las vivencias de otros, lo que requiere exposición y capacidad para descifrar, exigencias que lentamente se van incumpliendo con la cercanía de la vejez. El patrimonio individual de certezas y creencias se renueva con frecuencia en la juventud, pero con el tiempo se estanca, abrazando conceptos obsoletos que merman la capacidad creadora de valor del empresario.


La sucesión familiar es un antídoto habitual para combatir la obsolescencia, pero no surte efecto si es mal administrada. Invitar anticipadamente a miembros de la familia a asumir responsabilidad en la empresa, o cuando no son suficientemente aptos, puede traer consigo enormes frustraciones para ellos y la empresa. Llegar a ser competente necesita suficientes millas de vuelo, y la genética del empresario no las transmite a sus herederos como si fuese un programa de viajero frecuente. Deben practicar y aprender de las buenas prácticas; acertar, fallar y aprender a levantarse de los fracasos; admirar a quienes inspiran para luego inspirar, sobrepasarse para valorar la prudencia y, sobre todo, asumir las consecuencias de sus actos para entender la responsabilidad. Acelerar la sucesión termina con hijos tomando decisiones sin las vivencias para encontrar los lugares comunes que los orienten, castrados por no saber dónde comienzan ellos y donde terminan sus padres, por no saber cuántos galones son propios o regalados. Los más sensatos entienden su contexto, y cultivan la humildad para aprender y compensar sus limitaciones. Los menos juiciosos olvidan el origen de su posición y se ufanan de ella, emprendiendo con frecuencia en proyectos que terminan poniendo en riesgo el legado que debían proteger.


Garantizar el no sufrir las consecuencias de sus acciones es una mala herencia para los hijos, y el conocimiento temprano del negocio puede generar experiencias técnicas, pero no experiencias de vida, que son parte esencial del líder que necesita la empresa. La mejor herencia es respetar los caminos de sus hijos, por empinados y legamosos que parezcan, y si en algún momento hay que acudir a ellos para suceder al empresario, que sea por los méritos de sus acciones en vida, y no como un reconocimiento del derecho familiar que ostentan. Es lo que se merece el hijo, es lo que se merece la empresa.

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